En el subconsciente colectivo asociamos “curiosidad” e ingenuidad, a falta de responsabilidad, y por ende, pensamos en niños inocentes que quieren probar a ver qué pasa si empujan ese jarrón al borde del mueble. Eso nos pasa porque nos gusta la estabilidad, la necesitamos para “sentirnos a salvo”, que viene siendo una reminiscencia de cuando los peligros a los que nos enfrentábamos era que nos atacase un smilodon, que una tormenta eléctrica causase un incendio o que un volcán entrase en erupción, pero ya hablaremos del miedo en más de un post.
Por ahora, basta decir que, por culpa de ese miedo, se nos olvida que la curiosidad no sólo es útil cuando somos niños. Se sabe que las emociones y la memoria van íntimamente ligados en nuestro cerebro. Aprendemos mejor aquello que nos deja, para bien o para mal, una huella emocional más profunda, algo de lo que también hablaré en profundidad en próximos posts. Y el caso del que os vengo a hablar es el de Jack Andraka.
A lo mejor el nombre no os dice nada, pero su curiosidad, en este caso, vino motivado por un evento trágico en la familia. Un familiar suyo murió de cáncer de páncreas y, al parecer, el problema de ese cáncer es que, además de ser uno de los más letales, era de los que más se tardaba en detectar, y para su familiar ya fue tarde, pero eso le motivó a desarrollar un método bastante más rápido, pero sobre todo más barato para detectar dicha variedad de cáncer.
La motivación es curiosa o la curiosidad es una motivación, pero lo que está claro es que, encauzada correctamente, nos lleva, por ejemplo, al caso de una adolescente que inventó un dispositivo portátil que era capaz de cargarse en 20 segundos.
El enemigo de la curiosidad es el miedo. Y el miedo se “aprende” de dos maneras: experimentando el peligro por tí mismo/a, o advertido por otra persona antes de que suceda.
Y aun cuando sucede eso, nuestra curiosidad sigue siendo poderosa y quiere hacerse una idea de lo que no conoce, pero sin experimentar. Eso nos lleva en nuestra mente a, por ejemplo, los sesgos cognitivos o prejuicios, que son informaciones dadas por terceras personas a las que damos credibilidad porque nos es cómodo creerlo o porque no queremos o no podemos comprobarlo por nosotros mismos. Eso sin contar lo peligroso que puede ser para el autoestima de un niño que no aprenda las cosas por sí mismo o, peor aún, que le dé miedo hacerlo.
Pero ¿Y si os dijera que eso es normal? En la escuela al menos, a buena parte de la humanidad, llevan siglos enseñándonos que los errores no sólo no son útiles, sino que son susceptibles de ser penalizados. Pero equivocarse no sólo es útil sino necesario para aprender, y de paso para afianzar qué se puede hacer mejor en el siguiente intento.
Y, por si fuera poco, está demostrado que cuando el resultado de lo que aprendemos conlleva una recompensa o beneficio propio o ajeno, o abre la puerta a que ello pueda suceder, queremos más y dispara nuestra curiosidad por las nubes. Lo malo es que nos solemos quedar en la “superficie” y sólo pensamos en el premio como incentivo, y no en que el resultado de lo que queremos conseguir, muchas veces, puede ser el premio en sí mismo.