Wolfgan Amadeus Mozart, componía la sonata del Primer Movimiento de la Sinfonía Nº1 en Si bemol mayor, haciendo resonar el apelativo de wunderkind en cada nota. Con la edad de ocho años, movido quizás por el sentimiento trascendental y abrumador de sus giras por toda Europa bajo la estricta organización de su padre e instructor Leopold Mozart, compuso esta pieza maestra sin relevancia en las reseñas crítico teóricas de toda la historia de la música académica.
Más de doscientos años después, la húngara Judith Polgár, conseguía el título de Gran Maestro ajedrecista con tan sólo 15 años de edad, convirtiéndose en la jugadora más joven de la historia del ajedrez en conseguir tal proeza en 1991. Ni más ni menos que la mujer que venció a Gari Kaspárov, sigue siendo uno de los talentos femeninos más conocidos en el mundo del ajedrez, pero lo más destacable es su nimio reconocimiento como adolescente sin precedentes.
Albert Einstein, Wiston Churchil o Charles Darwin son más ejemplos de infancias enjuiciadas por la supremacía de lo normotípico etiquetado desde la perspectiva adulta, paradigmas de cómo nuestra sociedad influye en preponderar un modelo social fundamentado en el arquetipo adulto masculino y heteresexual, caucásico y de clase media alta. Pero, más allá de las excepcionalidades de los ejemplos propuestos, ¿estamos subestimando a nuestra infancia?
Efecto Dunning-Kruger, el sesgo metacognitivo que no deja ver nuestra incompetencia
El efecto Dunning-Kruger, que recibe su nombre por los psicólogos sociales estadounidenses David Dunning y Justin Kruger, es un sesgo cognitivo que nos hace suponer según nuestro nivel competencial en relación a diversas habilidades, una supuesta superioridad o bien inferioridad a la media. Concretamente, esta valoración depende inversamente del nivel de conocimientos reales de partida. Es decir, si cada 24 de diciembre de todos los años, tu cuñado te saca ese tema de conversación relacionado con tu ámbito laboral haciéndose el experto, no se lo tengas en cuenta. En realidad, está afectado por lo que en psicología social se conoce como el Efecto Dunning-Kruger. Tu cuñado no lo sabe, pero estamos diseñados genéticamente para desconocer los límites de nuestra ineptitud. Este es un tipo de sesgo meta-cognitivo que tomamos de nuestro cerebro más primitivo para autoprotegernos y blindarnos de una falsa autoconfianza.
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La metacognición, entendida como el conocimiento para reconocer las capacidades propias y de los demás, fue el foco de desarrollo de la teoría de los psicólogos estadounidenses; que realizaron una serie de experimentos en los que analizaron la competencia y el sentimiento de control sobre actividades como la comprensión lectora, la conducción de vehículos de motor, el ajedrez o el tenis. De la valoración de su propia competencia, así como de la valoración de la competencia de los demás, Dunning y Kruger llegaron a la conclusión de que los sujetos objeto de estudio incompetentes en las diferentes habilidades, tendían a sobreestimar su capacidad de control, pero además eran incapaces de reconocer la competencia ajena. Es decir, no eran capaces de reconocer su ineficacia, y por tanto, probaron con sus valoraciones sobre los demás, que aquel que no domina una competencia, carece del conocimiento necesario para realizar una valoración óptima. La ignorancia, de todo entiende.
Pensemos ahora en Boby Fisher, que con sólo 14 años ganaba el campeonato de ajedrez de EEUU postulándose como uno de los mejores jugadores de ajedrez del mundo siendo un adolescente; en Rafa Nadal, el tenista más joven en la historia en ganar un partido de la ATP; en “El Pera”, conocido por ganar el Campeonato de España de la Copa Renault y que conducía desde los siete años de edad. Insistiendo en la excepcionalidad de los ejemplos, ¿estamos influenciados por este sego cognitivo en relacion a la infancia?
Adultocentrismo, la incompetencia social de nuestra generación
El adultocentrismo es la relación asimétrica de poder que ejerce el modelo adulto normotípico sobre los estratos sociales que se sitúan fuera de sus límites, es decir, la niñez y adolescencia (y en otro orden de las cosas, la vejez). Creemos que al ser tomados por personas adultas estamos en un nivel superior y ya lo sabemos todo, postulando que la infancia es una etapa de la vida incompleta, a medio camino y sin finalizar. Juzgamos a niños y a niñas como si fuesen casas sin amueblar, coches sin motor; y al símil, cuerpos sin vida. Por eso en nuestra infancia anhelamos pertenecer a esa edad futura, esa edad en la que “nadie nos puede toser”, dejando olvidado el sentido más íntegro de la etapa más nutritiva de nuestra vida. De este modo, finalmente nos convertirnos en personas prófugas ineludibles de la responsabilidad. Con este deseo incrustado que nos brinda la incompetencia social hegemónica del adultocentrismo, llegamos a la adolescencia con una frustración por la que luego se nos culpabiliza, atacándonos desde la idea de vulnerabilidad.
Lo peor de todo no es el modo en que ignoramos la etapa infantil. Lo peor de todo es que creemos que los niños y las niñas no sienten como las personas adultas y que su memoria funciona a muy corto plazo. Aún siendo conscientes de que la infancia y la adolescencia son las etapas más productivas en el ámbito cognitivo, subestimamos su potencial y les tratamos como si su competencia a la hora de adquirir habilidades básicas solo fuese un día de sol entre todo el invierno. La infancia y la adolescencia son tomadas desde el adultocentrismo como una mera transición para alcanzar la plenitud. Pero, ¿de verdad la adultez es la plenitud? Está claro que no, porque nos pasamos la vida deseando volver a ser niñas/os. Entonces entramos en una ineptitud clara de la vida que se basa en no disfrutar ni aprovechar nuestro momento y nuestra esencia; de niño deseaba ser mayor y de mayor deseo ser niño.
De niño deseaba ser mayor y de mayor deseo ser niño ¿Por qué? #educación #adultocentrismo #niñofobia Share on X
Por qué no afirmar, desde una perspectiva reflexiva, que existe una relación entre el adultocentrismo y el Efecto Dunning-Kruger. O puede, simplemente, que esta situación de desigualdad social se produzca por puro ego adulto, por inconsciencia, o por pura ignorancia (o todo esto a la vez), puede que estemos subestimando la competencia de nuestra infancia.
La cuestión, es que menospreciamos continuamente sus emociones, sus circunstancias excepcionales y el contexto general de todo aquel que muestra cierta vulnerabilidad o nos resulta complejo de entender desde nuestra perspectiva.
En el contexto infantil esto se agudiza intentando justificar la fragilidad nativa, fuera de toda lógica, como si fuera algo que hay que reparar con el tiempo. Consideramos la infancia como un sinónimo de debilidad, pero ¿Por qué esta nos resulta tan negativa?
Durante años hemos amontonado prejuicios, hemos cultivado odio y rechazo hacia la vulnerabilidad en sí, propiciando que hoy en día queramos ocultar y evitar nuestros lado más emocional, juzgando y menospreciando a toda persona que muestre sus sentimientos más profundos, que se exponga, que empatice socialmente. Porque realmente, es complejo empatizar con personas que han vivido, o viven, situaciones o circunstancias que jamás hemos experimentado ni siquiera desde una cierta distancia.
Pero es bastante arrogante no empatizar con una etapa de nuestra vida que ya hemos experimentado.
Quizás podamos creer que comprendemos en un grado mínimo cómo vive una persona con ciertas dificultades como la dependencia física, puede que creamos saber cómo es la vida de una persona multimillonaria, o bien desde el juicio nos situemos en la realidad de personas tan dispares como el actor de Hollywood, o el delincuente, el maltratador, el religioso, la mujer, el niño. Pero en la mayoría de los casos nos equivocaremos, pues las valoraciones que hagamos desde el desconocimiento no muestran más que nuestra ineptitud de base. La realidad es que no podemos saber cómo vive o cómo se siente, Amancio Ortega, pero creemos, de manera egocéntrica, que poseemos la verdad de forma automática y la aseveramos con una seguridad casi insolente.
El adultocentrismo es fácil de reconocer, pero sólo para quien ha interiorizado su concepto desde esta empatía, desde la propia competencia de conocimientos de vida; porque en cualquier otro caso sólo se plasmará como un acto ególatra que socialmente normaliza todo aquello que proteja nuestra zona de confort adulta. Pero, además, unos de los principios fundamentales de las hipótesis sustraídas de los experimentos de Dunning y Kruger, fue el hecho de reconocer por sus resultados, que la incompetencia, y véase el lado positivo, una vez reconocida, se puede mejorar. Los individuos objeto de estudio del trabajo de psicólogos sociales que fueron capaces de reconocer su ineptitud, consiguieron mejorar en todas las habilidades propuestas. Esto no ocurre, sin embargo, con el adultocentrismo, que huye de de cualquier tipo de reeducación que requiera una reestructuración de nuestros valores y principios. Todo aquello que supuestamente nos vulnere será despojado de virtuosidad e importancia, y ese es el gran error de nuestra sociedad inepta e incompetente.
Ese lenguaje de índole popular como el “siempre se ha hecho así”, el “es así de toda la vida”, el “a mi me han educado así y no he salido tan mal”, y volviendo a tu cuñado; de pronto nos explota en la cara cuando no somos capaces de entender a toda una generación millenialista a la que enjuiciamos como consentida y caprichosa. Y de pronto descubrimos ese altísimo porcentaje de personas en tratamiento psicológico por trastornos de ansiedad y traumas de todo tipo, la tan normalizada depresión, el tirón de las pseudociencias y en general, una sociedad que ha evolucionado y que muestra cada vez más una idea evidente: nada de lo que anteriormente pudo poner parches sociales a crisis existenciales a nivel mundial, podrá funcionar ahora.
Nuestra ineptitud social, nos ha llevado a menospreciar por edades desde el modelo educativo, tirando de efecto Pigmalión para crear generaciones frustradas e incomprendidas; desde el modelo económico para generar productos que diversifiquen los intereses en oleadas de mareas agitadas por los mass media; desde el modelo social, para que sólo un grupo reducido tenga el poder.
Pero hay algo que no evidenciamos, naturalmente, en un sistema corrompido por la supremacía del hombre adulto y esto es que las generaciones que vienen serán aquellas que cambien el mundo. No, esto no es romántico, porque cambiarán nuestro mundo. Nuestras ideas, nuestra economía, nuestros valores y una vez más, juzgarán a las infancias venideras envueltos en el sesgo metacognitivo de Dunning y Kruger. Así que, cuando seamos ancianos y nos desvivamos en las batallitas de la partida de cartas de las tres y media en residencia, hablando de adultocentrismo, recuerden queridos niños incomprendidos, que algunos quisimos cambiar el mundo.
Artículo redactado y editado por Elvira Fernández Pena y Mónica Lemos Giráldez en conjunto. Fundadoras de Planeta Hiedra.